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viernes, 17 de agosto de 2012

Un desayuno eterno en una vida breve


Por: Dionisio Pimiento (@dpimiento) para Decanter

Un café cuál antónimo del que sugieren los abuelos: ni amargo, ni caliente, ni fuerte. Un par de galletas y apenas mantequilla.  La mañana pinta mal y las ideas no fluyen con celeridad. ¿Cuán importante es un buen desayuno? Despertarse serenamente, poner algunas ideas en orden antes de saltar de la cama, revisar la agenda de la jornada y preparar y por supuesto disfrutar, el desayuno. Ya lo decían los abuelos: desayunar como reyes, almorzar como príncipes y comer como mendigos.

Yo esta mañana no parezco mendigo sino espartano, habitante de aquella Polis griega situada en el Peloponeso y famosa por los rituales de sus habitantes. Y es que mientras bebo la última gota de este mal café, recuerdo como la base de la identidad alimentaria espartana era un plato llamado “caldo negro” que se bebía con una especie de galleta dura de cebada a la manera de una cuchara. El caldo se hacía con sangre y grasa de cerdo, vinagre y sal. Era obligatorio su consumo diario en Esparta, y lo hacían todos los ciudadanos sin distingo. Además de esto, los espartanos debían rasurarse la piel y bañarse con agua fría.

Y, ¿si esta mañana recomenzara?  ¿Qué tal que pudiese girar a la inversa las manecillas del reloj y apropiarme de la práctica tan en boga internacionalmente y que ya va llegando a Colombia, en la que breakfast+lunch se unen en una sola ingesta?

Sin duda tras reconectarme a la vida con calma como si fuese la última de las mañanas, comería un buen pan de chocolate y pistachos o uno de maíz; quizás uno trenza con mucho queso o un croissant de cereales; mejor bebería un chocolate caliente bien espeso de La Abuela, directo desde México (uno de los mejores que se pueden comprar en América Latina para preparar en casa), o la versión colombiana bien batido y acompañado por un tamal, o a la española con churros.  De seguro mi lamentable café sería reemplazado por un buen macchiato o, para continuar sereno, optaría por un chai tea latte o un café con leche como el de mi esposa. A lo mejor en mi plato habría huevos con hogao y al costado un platito con embutidos. Posiblemente elegiría salmón que iría o sobre una cama de ensalada fresca o sobre un blinis con crema de leche. Podría reemplazar ese blinis con una tigelle italiana con queso derretido muy caliente, o tal vez con una excelente cachapa venezolana con queso de mano o con una arepa de huevo recién frita. Y ¿qué tal un  buen jugo de naranja recién exprimido y “envenenado” con una champaña u otro vino espumoso hasta convertirla en una mimosa? Aunque hay que reconocerlo, la opción de un jugo de maracuyá en leche sería muy tentadora. Podría éste ser el momento de una tajada de pan recién sacada de la tostadora a la que le esparciría lentamente una capa de verdadera mantequilla (a lo mejor con nutella o con una mermelada casera). Cuán feliz estaría mi organismo si en la oferta se incluye yogurt natural con un buen cereal y de remate muchos postres en versión “mini”.

Y como en el brunch casi todo es válido, muchas de estas preparaciones convivirían en una misma mesa, en una para dos o en una comunitaria que estaría quizás al bordo del mar o en lo alto de una montaña (exigiendo el uso de una ruana y un sombrero). 

Y más platos llegarían: empanadas o quizás scones con crema fresca y una mermelada de pétalos de rosas; un palito de queso o unas tostadas francesas; un pandequeso, un pandeyuca o unos pancakes con miel … casi todo se vale. 

El brunch se hace en un día de cumpleaños o en un domingo gris; es el espacio de las licencias, de los sin límites, de los desayunos eternizables.

Un breakfast+lunch se consumiría en Pretoria o en Barranquilla; tal vez en cualquiera de las sedes alrededor del mundo de una de las pocas franquicias de comida que valoro: Le Pain Quotidien (cuyo brunch se sirve todos los días y a cualquier hora). De estar en Antioquia, visitaría Uchuva Lounge  o el Chuzcalito. En Bogotá de seguro optaría por la canasta de panes de La Bagatelle con jugo de kiwi, o por los huevos florentinos al gratín de Myriam Camhi. Estando en Cali iría a Casa Allegra pues al tiempo que tomaría un buen café, ojearía una revista, compraría un libro y vería lo mejor de los diseñadores caleños. En Cartagena me sentaría dónde Mila a comerme una arepa de huevo con tajaditas de queso costeño, pico de gallo y suero; y en tantos lugares de la geografía colombiana entraría a la plaza de mercado: allí todo será sin duda, fresco y copioso. De seguro visitaría Archie´s y a uno de los pioneros en estas lides, Crepes and Waffles –su queso momposino es un infaltable-.  Recorrería los barrios bohemios del mundo: quizás Condesa en el DF; Le Marais en Paris, El Raval o El Borne en Barcelona, Tribal en Madrid, Tribeca en Nueva York, Notting Hill en Londres, y tantos lugares maravillosos en Santiago de Chile, Florencia o Shangai.

Quizás a la manera de los recursivos cubanos viviría con dos comidas (aquí claramente no por placer sino por las dolorosas circunstancias político-económicas); o quizás reviviría la práctica recomendada por los médicos del Medioevo cuando afirmaban que tres ingestas en dos días eran suficientes por lo que en la primer jornada había un gran desayuno y una cena temprana.

Tal vez un brunch y un drunch (lunch+dinner) sea el “nuevo” estilo de muchos (“a la moda”). Lo único que sé es que la vida es muy corta por lo que el mejor brunch o desayuno cargado (o cómo queramos llamarlo) se consume sin prisas y en la cama, en compañía de la persona que se ama y claro, leyendo el periódico. Un brunch tibio, un ritual para recordar que es mejor vivir como si cada segundo, fuese el último.

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