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viernes, 16 de noviembre de 2012

Necesito un buen café .. la crítica a Juan Valdez


Por: Dionisio Pimiento (@dpimiento/twitter) para Paladares, El Colombiano

Lo confieso, soy un neófito en el mundo del café. Tras abusar en una temporada de mi vida pasé por el doloroso estado de no soportarlo: hasta su olor despertaba una incontrolable gastritis. Una estancia larga viviendo en Bolonia me llevó a reenamorarme de él: empezar con el sorbo de agua para aclarar la boca, ver cómo se preparaba cada taza tal y como si fuese la última y degustar las versiones largas, latte, moca, capuccino e incluso el espresso. Fue uno de esos amores en los que nadie cree, que empiezan desde la distancia tímida, cargados de supuestos erróneos y animadversiones injustificadas. Gracias a Italia el café y yo hemos ido madurando una relación que hoy pasa por la exploración serena y que suponía que al regresar a Colombia madurara gracias a propuestas como la de Juan Valdez, pero no fue así.

En su antigua sede en el Museo de Antioquia sólo pudo desarrollarse uno de los primeros capítulos  de un romance que en Juan Valdez se ha enfriado. Poco duró aquella sede, pero no sería la única que con el tiempo vi cerrar o mutar. Lamentablemente en el extranjero han sido muchas las críticas a su modelo de franquicia.   Entiendo lo complejo que debe ser vender en un país que produce un café suave a través del cuál el país ha construido marca, pero en el que no tomamos café. Además de nuestros bajos índices de consumo nos gusta sobre todo el mal café: el instantáneo y al estilo americano, largo y sin cuerpo; pero es imperdonable que en Juan Valdez el “tinto” salga de un termo y no de una cafetera italiana por ejemplo y lo paguemos a precio de oro. Esto es casi tan malo como la popularizada greca tanto en restaurantes, como en cafeterías y oficinas: esto debería dar cárcel sin rebaja de penas.

Heme aquí, en una de las tiendas de Juan Valdez, comprando algo, lo que sea, más por el compromiso con nuestros caficultores    que por la propuesta de nuestra Federación Nacional: estas tiendas se ubicaron en un terrible territorio, el del centro,  no venden un café extraordinario como en cualquier lugar de Bolonia ni tampoco proponen una experiencia tipo third place al estilo Starbucks dónde uno toma una bebida endemoniada tipo pócima mientras se está relajado en un sofá, con internet libre y muchos periódicos y revistas a mano.

Mientras ordeno en Juan Valdez reconozco el esfuerzo en  materia de ubicaciones estratégicas, la atención de mucho de su personal, los souvenirs y las piezas de merchandising (aunque tanto sombrero, cachucha y buzo distrae). Aplaudo también los paquetitos de galletas y dulces de café, los alfajores y las achiras justo al lado de la caja registradora; pero su carta está lejos de sorprender: su panadería es del “montón”, sin encanto ni sorpresa. Cada pieza es talla XL (seguramente así nos gusta la comida a los colombianos) y con excepción del pastel Gloria y del queso de Mompox, nada más sabe particularmente a nuestro País.

Al café espresso le sobra agua a pesar del grano Volcán, y a la propuesta de pods le faltó el encanto que a competidores como Nespresso les brota. Me quedo, sorprendentemente, con su agua embotellada cuya historia es preciosa, con su helado de café, los jugos de néctar Makna y con el chai (pero sin manzana y canela) aunque sea claramente una copia de su competidor mundial.

Decido abandonar esta Tienda de Juan Valdez pues necesito un buen café. Pienso en café Devotion para llevar a casa así como en varias versiones independientes que están surgiendo, o en propuestas como Pergamino, Ollas y Calderos, el Laboratorio del Café y en los hermanos Echavarría y un lugarcito fascinante en plena Vía Primavera.

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