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jueves, 8 de marzo de 2012

La arepa: el pan de cada día que une a Colombia

Por: Dionisio Pimiento (@dpimiento) para la revista Volar de Satena

Cuando llegue a mi destino quiero probar la arepa típica. No importa si aterrizo en Cali, Cartagena, Medellín, en los Santanderes o Villavicencio … siempre habrá una maravillosa y singular arepa, una preparación con fuerza identitaria, hija de las masas que han hecho parte de nuestra alimentación durante buena parte del periodo precolombino, y que sobrevivieron a la bárbara conquista, así como a la colonia y a los 200 años de vida republicana; masas y arepas que han conquistado nuestra pirámide social y han logrado atravesar al conjunto de la sociedad legitimándose hasta ser ese posible portador de los valores que nos unen. Éstas son parte de la vida cotidiana y son también protagonistas de las grandes celebraciones.

En esta Colombia amplia y heterogénea las masas pueden ser de maíz, yuca dulce o amarga, de arracacha, arroz, fruto del pan, ñame, angú o achira, o quizás de garbanzo. Los orígenes son casi tan infinitos como las preparaciones y las combinaciones. Por eso, sin importar dónde aterricemos, hoy podremos degustar alguna preparación a la manera de una masa, y muchas de éstas podrán tomar las características y el nombre de la arepa, como el pan de cada día de los  colombianos.

Según la antropóloga Luz Marina Vélez, “los cumanagotos (en territorio de la Venezuela de hoy) llamaban al maíz cariaco, ¨érepa¨, la misma que sería descrita por Fray Pedro Simón como “el pan que se hace de la masa del maíz, que hecha en forma de tortillas delgadas, se cuece en unos tiestos en fuego manso, y sirve de lo mismo que el pan de trigo”. En 1825 el sueco Carl August Gosselman escribía tras un viaje por Colombia: “ en el mercado lo que más abunda es el maíz, que se expende en forma de arepas, gruesas galletas de buen sabor. A los españoles la arepa les pareció repugnante. Hoy en día ricos y pobres la comen con gusto”.

Durante los años siguientes la arepa se ganó además un lugar en los carrieles de los colonizadores que recorrieron a mula las tierras colombianas gracias a lo fácil que era transportarla. A partir de 1950 la olla pitadora y la máquina de moler cambiarían la relación de las amas de casa con el maíz u otros insumos base de las arepas; además se pasaría de asarlas en callana y leña a hacerlo en fogón eléctrico y luego en el de gas. En los 60s y 70s con la moda de los deshidratados, las arepas comienzan a hacerse a partir de un “polvillo” o se compran en la tienda del barrio.  Para aquel periodo es posible congelar las arepas y la variedad es aún mayor (se habla que hoy hay más de 75 tipos a lo largo y ancho de Colombia). Hacia finales de los 80s ya se podían comprar en los grandes supermercados de la época y hoy la góndola es infinita (ya hay, incluso, versión snack). Su versatilidad le ha permitido ser protagonista en las ventas callejeras o en franquicias nacionales, e incluso hoy puede ser el ingrediente base de una comida y no sólo un acompañante.

Ya desde el siglo XIX se reconocía el espíritu democrático de la arepa como lo escribiese el ecuatoriano Juan Montalvo en Elogio del maíz: “riqueza del pobre, fuerza del trabajador constante (…) quédate de ciudadano de la clase modesta (…)tú eres republicano”.  Como hipótesis de trabajo aún por seguir desarrollando, afirmaría que la arepa es tan móvil socialmente que todos en Colombia la comemos en igual calidad y casi en cantidad; lo que cambian son los acompañantes (mantequilla o manteca; queso, huevo u otros), convirtiéndose claramente en un alimento que está en todas las mesas, y que nos conecta con nuestros orígenes.

Promesa cumplida. Apenas aterrizar y ya he probado la arepa de esta tierra… una blanca con queso, o tal vez una frita con huevo y carne molida, o quizás una de chócolo muy dulce. Mientras ingiero el último bocado pienso en como la arepa sigue, como en la época de la Conquista, sin seducir plenamente los estómagos de la comunidad internacional. Quizás le ha faltado lo que en general a la cocina colombiana: interés por parte de la institucionalidad pública y privada, en revisar, estudiar y validar tanto adentro como afuera nuestro patrimonio cultural.