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martes, 18 de septiembre de 2012

La condición político-económica y la alimentación



La alimentación es un campo de estudio urgido de análisis desde la transversalidad, incluida la política, pues sin duda el escenario o condición como aquí lo llamaremos, ha influido notablemente en el rol de los productos, los mercados, la cocina, la identidad alimentaria, etc.

Siguiendo la ruta de estudio que propone el francés Michel Feher, buscaremos en un primer ejercicio relevar algunos elementos de la comida y su rol en las tres grandes condiciones políticas  y por ende económicas, que ha conocido la humanidad –en Occidente- en los últimos 16 siglos (de la agustiniana, a la liberal y hoy, a la neoliberal).

Ésta es una reflexión urgente a construir y que apenas comienza; en la que también recogemos muchas de las posturas en clave de lectura genealógica propuestas por Foucault en su texto de los años setentas, Biopolítica.

Empezamos con la condición agustiniana que se visualiza desde el siglo V como una reacción contra la representación del cristianismo de las élites sobre todo en Roma. Se veía como  el “libre arbitrio” que Dios había dado a los hombres, podía ser un riesgo para la Iglesia así que sienten como necesario construir una nueva representación humana basada en la culpa versus la caridad. Esta condición reivindica expresiones como pecado original[1] en múltiples ámbitos humanos incluido el de la alimentación, tema que ha sido estudiado por el francés Florent Quellier. Se ponen sobre la mesa todas las culpas, no se valoran los productos que vienen de la “tierra” y se explicita la idea de la gula, a pesar de las limitaciones en calidad o variedad de la mesa campesina, y de los excesos en las mesas de las monarquías, las élites y las iglesias.

En la visión agustiniana, que es hasta hoy la que más duró en el tiempo, se legitima el poder del clero, el mismo que por dinero permitía que ciertas élites comiesen leche, carne o queso en días magros o que van admitiendo algunos de estos productos en las dietas de los viernes o las cuaresmas por presiones políticas, económicas o de gusto de varios actores relevantes.

La condición liberal aparece en escena fruto del desarrollo de la economía sobre todo en los siglos XVII y XVIII, bajo el liderazgo intelectual de algunos como Adam Smith.  Su razonamiento básico afirmaba que el hombre y sus deseos violentos  hacían que “estuviésemos dominados”, por lo que proponían desde un racionamiento instrumental, “ser económico y austero (…) no dejarse llevar por los deseos”. Esta condición propone entonces la “necesidad de un gobierno para convertir nuestras pasiones en intereses, y que las personas respeten los acuerdos”.

Éste es el periodo de la alimentación industrial, así como de la cultura victoriana; es el momento de racionalizar el deseo.

Vendrían entonces los años en los que se confiaba todo, incluida la alimentación, a “la mano invisible del mercado”. Se buscaba una mayor producción de comida a precios más bajos. Todo era administrado por ese mercado y la singularidad no era una búsqueda.

Era la época en la que debíamos “hacerlo todo por el Estado-Nación” lo que coincide perfectamente con el periodo de la obsesión por construir una identidad nacional, una cocina y un plato nacional sin importar si era en la Italia recién unificada, en Cataluña o en las inestables independencias en América.

Se hacen evidentes las fragilidades del capitalismo y surgen procesos contra-revolucionarios de diversa índole con evidentes influjos en el mundo de la alimentación: el periodo romántico y el deseo de regresar a la vieja moral o al periodo agustiniano; el socialismo y la conciencia de un hombre y de sus deseos que pueden ser intereses; y los primeros movimientos feministas que luchan por el derecho al voto o al trabajo, entre otors[2].

El imperialismo, el feminismo y el paso del nacionalismo al regionalismo, anuncian el paso a una tercera condición, la del neoliberalismo, la misma en la que estamos aún insertos a la espera de la siguiente[3].

En esta transición es vital el rol del fordismo y la idea de “placer inmediato” que propone. Los obreros son vistos como los primeros consumidores de un automóvil o de los alimentos, y para esto necesitan tiempo para poder “consumir” y “disfrutar”.  Bajo el disfraz de una “sociedad del bienestar” en los años 30´s y 40´s se invita a ese obrero a “consumir para poder compensar las externalidades injustas”, y es así como esos obreros de Ford tienen tiempo libre para poder comprarse un auto por supuesto marca Ford, salir a un restaurante o tomarse un café en el centro de nuestras ciudades como signo de distinción. El modelo fordista entra en caída en parte por la crisis del petróleo de 1973 y por el aumento de las tasas de interés en el 79 en plena fase monetarista. El planeta vive una gran recesión y se liberan los capitales internacionales que habían estado regulados. Estos capitales ahora pueden circular y entramos en la condición actual: la neoliberal.

Para muchos analistas el nacimiento del neoliberalismo se instala en el mítico año de 1979 con predicadores como Margaret Tatcher o Milton Friedman. Éste es el periodo de la desregularización de los mercados, de la gouvernance de la empresa y de la nueva gestión pública en la que incluso estorba la idea de la democracia. Cuánto más frágil sea el sistema, mejor para la sociedad del espectáculo, del simulacro y del “valor agregado”; todo un discurso que por supuesto ha llegado al mundo de la alimentación. 

Éste es entonces el periodo de las “ideas” y de “la propiedad intelectual” en el que hablamos del terroir de forma renovada –casi obsesiva-; en el que todas las regiones compiten por su sello de denominación de origen pues la alimentación se traduce en turismo, competitividad territorial, inversión extranjera y empleo.  Es la época en la que en paralelo la oferta se globaliza y homogeniza, o en la que las multinacionales de la comida alcanzan ventas extraordinarias y, al tiempo, surge en contra-corriente la idea de lo “auténtico”, discurso que termina igualmente devorado por los mercados: se convierte en capital el no capital. La condición neoliberal impone crecer a través de créditos así como el consumismo en un círculo vicioso-virtuoso que no concluye; es el momento de obsesionarnos por atraer las grandes inversiones o capitales a una campiña en Hungría alrededor del vino Tokaj; de inscribir una compañía de fast food en las bolsas de valores; de promover la cocina de una pequeña Región pues como lo afirma Zigmun Bauman lo que interesa a los inversores son los múltiples polos; o de probar una vino espumoso que es propiedad de una empresa que hace bolsos de lujo y que a su vez es propiedad de un grupo financiero.  

El neoliberalismo es el periodo del máximo poder para el sistema financiero, el mismo en el que sus pérdidas siempre se socializan; en el que curiosamente el precio aumenta en la medida en que la demanda aumenta, y viceversa (lo contrario al modelo liberal de oferta sube y precios bajan y a la inversa).

Éste es el periodo del placer al tiempo que morimos de anorexia y bulimia como expresión del disfrute cortoplacista propio del neoliberalismo. Es el momento de teatralizar y poner en escena el mercado para las hordas de turistas que buscan fruta decorada y fuera de estación a 1 dólar. Ahora es cuándo más hablamos, escribimos y racionalizamos el proceso de comer a pesar de ser el periodo en que menos cocinamos; volvemos a los productos de la tierra tan odiados antes y vamos desarrollando fobias a la manera de modas contra todos los alimentos (carne, leche, grasas, café, etc.). Es en la condición neoliberal que “co-existe” la preocupación sobre la cantidad de comida ante la expansión demográfica para alimentar a la humanidad que somos y sobre todo, la que seremos en el 2050; y la preocupación de la calidad para unas élites cada vez más minoritarias –económicas e intelectuales usualmente- obsesionadas por la trazabilidad, por la singularidad, por el terroir, por lo slow, lo green, etc.

Toda forma de gobernar parte de una visión de la condición humana, y esa forma de gouvernance política tiene efectos obvios en la vida económica, social, cultural, y por ende, en nuestra manera de aprovisionarnos, de relacionarnos con la comida, de vivir la comensalidad, de ir a un mercado o de elegir una lechuga. El lazo evidente entre la condición política y nuestra vida profundamente cotidiana,  lo que nos exige poca inocencia en estos terrenos y gran conciencia del entorno.





[1] La gula, el pecado de sentir placer comiendo, en estrecha relación en el nacimiento del concepto con el lujo y el placer sexual.
[2] Un momento político-económico de importantes efectos históricos en la alimentación mundial.
[3] Es de anotar que cada una de estas tres condiciones ha tenido una duración particular y que la primera se extendió por varios siglos, la actual sólo ha durado algunas décadas.

lunes, 17 de septiembre de 2012

La gula y demás pecados capitales


Por: Dionisio Pimiento para Paladares de El Colombiano (@dpimiento/twitter)

Lo confieso, tengo un especial aprecio por los llamados pecados capitales sobre todo por el de la gula. Me he visto cientos de veces la película Seven y aunque espero no morir como aquel hombre atado a su mesa, si envidio de alguna manera oscura todo lo que debió comer en vida. Siempre me he visto como uno de los protagonistas del mito europeo del Pays de Cocagne, ese paraíso terrestre generoso en clara contra reacción a la Iglesia Católica y a la invención del “infierno”. Son un fanático de ese mito lejano al hambre; territorio de la abundancia y dónde los mandamientos giraban en torno a jugar, perecear y comer.

“Sí, confieso que he pecado, y mucho. Sí, gula, gula y más gula. No creo merecer el perdón de nadie, pero tampoco lo deseo”. Esto es lo que me digo mientras cierro las páginas de dos maravillosos libros sobre gastronomía que reposan en mi mesa: uno justamente titulado La Gula, Pecados Capitales del extraordinario Manuel Vázquez Montalbán, y  Gourmandise: histoire d´un péché capital del francés Florent Quellier. Éste es un fascinante texto acompañado de preciosas imágenes alrededor de una hipótesis que comparto: la gula es el pecado original, el de Eva induciendo a Adán, relacionado desde el siglo VI con el placer sexual, con el lujo y con nuestra “animalidad” en una época en la que moderación y temperancia iban ligadas a mortificación, hasta cuando esa gula se admite “políticamente”, sobre todo para los caballeros, bajo el disfraz de gourmandise, gourmet o gourmand, pues se necesitaba promover el consumo, eso sí, con unas “buenas maneras” tal y como bien lo ha analizado Norbert Elias o intelectualizando el placer de la “buena mesa”. 
Pecar, sí. Eso es justo lo que quiero mientras recuerdo mis primeros momentos de gula: aquella tarta de distintas capas de chocolates que hacía Deli y con la que me celebraban los cumpleaños, o con las cajas de mini jet que comía en solitario dizque para "llenar más rápido el álbum". Hoy pecaría de muchas maneras: me iría por ejemplo para el Centro Comercial del Este y probaría todas las versiones de macarons y madeleins de la claramente afrancesada Cassis Lyon Pâttiserie.  Sin pausa me desplazaría a De Lolita a comer un par de pañuelitos de arequipe y unas cuentas trufas que apenas acompaño con su tradicional jugo de mandarina.

No hay pecado realmente si no sé es reincidente, por eso llegaría a Las Tres en el corazón de Manila, un barrio en mi corazón tanto como esa milhoja suculenta bañada en crema y con dosis desbordantes de azúcar pulverizada … eso sí, sin adición de chocolate -algunos límites me quedan en la vida- y sin fresas, no voy a dármelas de “equilibrado” ante tal acto pecaminoso. Me tentaría pasar al Tejadito por los mejores pandeyucas y el inolvidable pastel de hojaldre y queso cheddar, o a El Portal, pues aunque prefiero sitios más independientes hemos “crecido juntos” y me encanta  su tradicional torta casera.

Pecar no es tarea fácil: hay que insistir e insistir por lo que sin más esperas pediría un servicio a domicilio a Pecositas. Desde esa casa a la entrada de Envigado llegarían algunos excesos capaces de ponerle un toque de alegría hasta a una tarde de horrible martes laboral. Aunque aquí soy mas de sal que de azúcar sobre todo por sus empanaditas con encurtido y las croquetas de pollo, probaría su estrudel de manzana.

Y como a lo mejor tantos pecados tienen sus efectos en los triglicéridos y en los niveles de glicemia, me encantaría un buen examen de sangre en ayunas en Salud Sura Industriales para luego merecerme los reparadores blondys, los cuadritos de avena con mora, los rolls de canela y sobre todo los brownies fudge de Mikaela. De seguro, tras recibir los resultados médicos, me decidiría a pecar en pequeñas pero intensas dosis y me instalaría tardes enteras en Como pez en el agua. Sus mini tartaletas son perfectas para sanar física y espiritualmente. Las de crema con frutos rojos frescos, la Fandango con chocolate crujiente por fuera y cremoso por dentro y sobre todo, la Torbellino de crema de limón tipo curd con merengue tostado y una rodajita muy fina de limón decorando, me hacen una mejor persona redimiéndome, sin duda, de todos mis pecados.