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martes, 6 de noviembre de 2012



Un viaje dulce por la memoria de Colombia
Por: Dionisio Pimiento para Volar, Aerolínea Satena

En el 90% de los vuelos duermo desde el segundo en que abrocho el cinturón de seguridad pero en el 10% restante aprovecho para leer como hoy. Manuel Vázquez Montalbán es mi compañero con su ensayo Contra los Gourmets, en clave irónica es absolutamente perfecto para mí.

“El instinto de comer para sobrevivir fue pasando por filtros culturales (…)” y resuelta la comida cotidiana el hombre pasa de la comida cotidiana a la de la festividad, de la necesidad al rito en el que lo dulce es protagonista. En el segundo en que leo esta frase,  el vuelo se transforma en una expedición azucarada por nuestra Colombia en conexión con la memoria como “impulso (...) para el desarrollo del saber culinario”.

Festividad y memoria pilotean este vuelo dulce por las muchas Colombias que cohabitan en esta tierra, por las que conozco y por las muchas que debería descubrir.  En este viaje quisiera recorrerla por completo junto con los demás pasajeros. Desearía sobrevolar el Chocó comiendo su jalea de árbol del pan, para seguir hasta Buenaventura probando algunas cocadas y chancacas. En Guapi haríamos una larga parada que remataríamos con un Cabellito de papaya biche. 

En la tierra que parece haberse obstinado con la gastronomía de subsistencia, Antioquia, también hay espacio para el dulce.  Aquí probaríamos un flan de naranjas agrias, las fresas con crema de leche, 
la mazamorra y la natilla, y tomaríamos un buen trozo de María Luisa.

El recuerdo del momento de la fiesta, de la celebración, del encuentro, del homenaje llegaría en tierras caldenses de la mano de los alfandoques, del arequipe, de las bolitas de yuca en miel, del dulce de mamey y, por supuesto, de la crema de café. Y en una ruta hacia el sur seguro nos esperaría un Desamarrado o una Noche Buena en el Cauca.

En el Valle descubriría el dulce lógico de la tierra de la caña de azúcar. Hasta el éxtasis degustaríamos las almojábanas con miel de abejas, el arroz de leche, las caspiroletas y por supuesto el manjar blanco. Sin quedar saciados seguiríamos con el queso de mandarina o naranja, con las tajadas de melado y con la torta de coco.

En Nariño el tomate nos recordaría que es una fruta tomando forma de postre; y en Santander nos recibirían felizmente con bocadillo veleño y dulce de grosellas. De expedición por el Oriente, en el Meta,  disfrutaríamos de un atardecer mientras probamos el plátano paso; y en Arauca descubriríamos nuevos sabores: el dulce de huevos de tortuga y el de marañón. El cortado de leche de cabra  sería el regalo que nos daría Norte de Santander.

¡Cuán poco conozco nuestro Amazonas! Increíble saber que allí podrían sorprenderme con un dulce de pomarrosa. Tampoco he probado el flan de mango del Magdalena, ni las Alegrías de Burro, tan tradicionales en Bolívar. El Mongo-mongo de Sucre es un pendiente en mi vida así como la papaya y el melón relleno de Bolívar, y eso que estos son sólo algunos de los muchos dulces de nuestras tierras.

Este vuelo apenas toma “velocidad de crucero”. Todos estamos bienvenidos a un recorrido dulce, pleno de recuerdos, usualmente ligados con la infancia, con la navidad, con un cumpleaños, con una festividad, con encuentros, con sonrisas y abrazos … cinturones abrochados que el vuelo es, felizmente, largo.