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martes, 1 de mayo de 2012

MAR, SIERRA, SELVA Y COMIDA FABULOSA. Descubriendo una porción del Ecuador


Por: Dionisio Pimiento (@dpimiento) para Decanter 

Hablar hoy de Ecuador, nuestro país hermano, es hablar de nosotros, de los mismos, de los de hace 200 años y de los de hoy. Es sin duda una excusa para el encuentro en momentos de profundas distancias políticas o de aparentes cercanías como las actuales.  Pero es también la ocasión para hacer un reconocimiento público a la excelente gastronomía ecuatoriana, con sus múltiples influencias procedentes del mar, la sierra y la selva. Con  el maíz, el cuy y el banano, los camarones, los langostinos y las omnipresentes variedades de ajíes.  Una gastronomía que quizás no es tan pomposa y visible como su vecina peruana, pero maravillosa y amplísima.

Ecuador es hoy un país apreciado como destino para aprender español entre muchos extranjeros y cuya capital, Quito, es una ciudad cosmopolita. En este viaje, por ejemplo, pude descubrir en detalle el Centro Histórico, uno de los proyectos más exitosos de conservación y recuperación urbanística en Latinoamérica, ejemplo a seguir en centros urbanos que, como los nuestros, no son sólo caóticos sino también descuidados en términos de sus políticas de protección patrimonial. De emular igualmente es la uniformidad lograda en los letreros y anuncios de todos los almacenes en el Centro, nada que ver con nuestros juegos de luces, casi pirotécnicos. En este espacio, de calles empedradas y empinadas, coinciden el arte religioso –producido en uno de los ejes coloniales más destacados de la América hispana– y una extraordinaria oferta gastronómica.

De Quito nunca podré olvidar el atún blanco, la tempura fresca o las presentaciones vistosas del restaurante Sake. Tampoco borraré de mi mente una de las experiencias más excelsas de la vida que es comer en Theatrum: singularidad en el diseño e interiorismo, excelente servicio y gastronomía inolvidable; vajilla memorable, techos de altura sin igual y tapizado rojo que está entre la tradición y la vanguardia. Una apuesta que sabe moverse por los límites que separan la contención del extremo, la precisión del exceso. ¡Todo bajo control!  La música por el contrario merece ser más osada[1].

Una noche en Theatrum puede comenzar con un pan de zapallo, uno judío o uno de tinta de calamar. Luego llegará a tu mesa un maravilloso Carménère chileno dando la bienvenida a un tartare de atún con alfalfa y a un mousse de alcachofa en sus justas proporciones. Las entradas comienzan oficialmente con un pulpo a la parrilla aderezado con vinagreta de pesto: maravilloso su aroma aunque un tanto pasado en la cocción. Sigue la crema ligera de espárragos verdes con queso de oveja; como en el caso anterior, el aroma es inolvidable y el acto de servirlo frente a uno es cálido y sutil.

Luego de un sorbete que sirve de puente, damos inicio a una segunda fase que comienza con el arroz de azafrán con esos únicos camarones ecuatorianos y alcachofas, seguido de un cerdo cocido lentamente y acompañado de una salsa de pera y morcilla. Un plato retador, suculento, extravagante, que no pasa desapercibido. De postre se puede probar la deliciosa combinación de chocolate y banana baby[2] ecuatoriana envuelta en masa filo, acompañada con sopa tibia de chocolate y helado de vainilla. Otro de sus postres, el cuál pude probar años atrás, es un helado de queso azul, el cual siempre será el rey de reyes en mi corazón.  Todo es para lamerse los dedos.

La noche quiteña ha concluido y me preparo para tomar un vuelo muy temprano entre la esta Ciudad y Guayaquil. Éste es otro país si se quiere, otra dinámica económica, otro paisaje, otro acento, otra apuesta política. Ésta es la ciudad que se pretende como la Miami Latinoamérica, la de las concesiones del Aeropuerto y del reciente Centro de Convenciones. Retos un tanto insípidos que cohabitan con la Guayaquil que prefiero, la del Cerro Santa Ana coronado con el faro, ubicado al noreste de la ciudad, al pie del Río Guayas y junto al tradicional Barrio las Peñas. 

Maleta ya instalada en mi pequeño hotel y los cordones de los zapatos bien atados. Estoy listo para caminar y comer, combinación siempre atinada. Guayaquil está en plena transición del invierno al verano, siendo más benévola la primera por ser más fresca y menos húmeda.

La aventura comienza tomando uno de los mejores desayunos de mi vida en Tinta Café y Panoli, en el Plaza Lagos Town Center. La mañana ha comenzado en la terraza del sitio con un cereal inolvidable  (sin aburriciones como la mayoría) que combina granola crocante y avena remojada (quisiera decir “casi marinada”) en leche y miel, con yogurt y frutas. De remate un buen chocolate caliente ecuatoriano –uno de los mejores del mundo-, waffles bañados en miel de maple (home made), un bolón[3] de queso fresco con pedacitos de tocineta, unos huevos deliciosos y un buen jugo de maracuyá.

Este lugar descrito por algunos como una “joyería de chocolates”, es liderado por un colombo – alemán (nacido en Medellín) y agrónomo de formación.

Aunque ya quisiera recorrer la “otra Guayaquil” y salir de este centro comercial tipo Disneylandia que ha sido diseñado por los escenógrafos de The Truman Show, todos me dicen que debo quedarme y almorzar en Fussion, escenario de encuentro entre la comida asiática y la ecuatoriana del Pacífico. Tiradito de salmón, pulpo y róbalo con vinagreta de alcaparra, limón y aceite de oliva. Langostinos enormes que se entrelazan entre sí acompañados de dos crocantes de verde[4] y una suculenta ensalada de aguacate, cebolla y cangrejo, justo el ingrediente que me llevará al siguiente lugar, un restaurante emblemático.

Bienvenidos a una de las sedes de Red Crab, el restaurante que no puede dejar de visitarse en esta Ciudad, a pesar del cangrejo gigante que a manera de decorado abusivamente kitsch se instala en lo alto del ingreso principal. Todos, sin excepción, peregrinamos hasta este sitio en busca de las muelas de cangrejo a la criolla (inolvidables), de los aritos apanados de calamar  y de la caparazón de cangrejo relleno, evidentemente, de cangrejo.

Guayaquil es la ciudad para caminar de punta a punta por los malecones (tanto el del Río Guayas como el del Estero Salado); subir a Las Peñas para tomar una buena cerveza o probar una pizza en Il Buco. También es la ciudad para tomar muy de mañana un bus desde aquella terminal de transporte que parece más otro centro comercial, rumbo a Montañita, una de las capitales hippie chic de esta América Latina.

Tras un par de horas estará compartiendo con surfistas que buscan la ola de sus vidas; con expertos en la técnica de hacer manillas y tatuajes, con saltimbanquis, artesanos y artistas. Tras un par de horas rechazará como yo y como todos los presentes, la vida capitalista mientras consumimos una buena cerveza o un buen platillo en Tiki Limbo,  o mientras chateamos en nuestro smart phones o compramos alguna prenda de diseñador local. Esta nueva camada de hippies somos así, al tiempo que protestamos y queremos una vida “simple”, consumimos.

Gracias Ecuador por este país con muchos países a su interior. Gracias por una gastronomía con tanto potencial como la peruana, pero menos mercadeada que ésta. Regresaré a la vida capitalista para generar algún dinerillo extra que me permita regresar pronto a Montañita a continuar mi doctorado en hippismo del siglo XXI. Gracias Ecuador.


 Notas:
[1] Aquí sonaría muy bien un grupo como Anthony and the Johnsons (la andrógina voz de su cantante haría sublime el momento, casi orgásmico).
[2] Nuestros tradicionales murrapos.
[3] Una especie de “pelota” de plátano verde rellena siempre de maravillosas sorpresas.
[4] De plátano verde, ingrediente insignia del Pacífico ecuatoriano.