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viernes, 30 de septiembre de 2011

Y … si tuviese un hijo

Por: Dionisio Pimiento para la revista Cocina Semana (@dpimiento)

Tremendo reto para un prospecto de crítico gastronómico como yo, escribir un artículo para niños, pues siempre respondo a la pregunta de si seré padre, evocando las encuestas con el NS/NR (no sabe/no responde).

Afrontando el reto me visualicé como padre y me pregunté a dónde llevaría un hijo a comer en Medellín y sus alrededores. La primer respuesta que vino a mi mente me llevó a McDonalds u otro restaurante de comida rápida en un centro comercial como El Tesoro u Oviedo, bajo la certeza que tuviesen juegos infantiles gracias a los cuáles pudiésemos “entretenernos”. Pensaba en kilos de papas, litros de gaseosa, pollos refritos y hamburguesas, de mediana a pobrísima calidad.

Lo llevaría de picnic al Jardín Botánico o a Piccolo (en el km. 23 vía Las Palmas). Seguramente terminaría, ante la más absoluta carencia de creatividad, llevándolo a Crepes & Waffles a que pidiese un helado incomible pero gracioso en su presentación: orejas de chocolate, mini chicles en el supuesto rostro y nariz de barquillo.

¿Qué tan consistente es la oferta gastronómica pensada para que adultos y niños puedan cohabitar armoniosamente en estas tierras? Por mi cuenta, creo que de ser padre, haría de mi hijo un "niño grande", que no queme, como se debe, cada etapa de la vida, y que de la leche materna de el salto a un buen corte de carne, a una bandeja paisa en La Gloria de Gloria, a degustar una tabla de quesos y una buena pasta, y que ame “juniniar“ para ir a Versalles. Esto, de seguro, me quita muchos de mis temores y me lanza con mayor celeridad a la aventura de la paternidad.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Jardiniando

Por: Dionisio Pimiento (@dpimiento)

Medellín siempre ha sido mi entorno de referenciación a pesar de periodos de vida en el extranjero. Siempre me he auto-definido como un animal urbano y he visto en el artista Adolfo Bernal un claro referente con sus alusiones constantes a su ciudad, llegando incluso a ser su leit-motiv.

En todo caso aturdido por el exceso de esmog y ruido que hoy lamentablemente caracteriza este Valle de Aburrá, tomo una ligera maleta y huyo de fin de semana rumbo al Suroeste antioqueño. Llegando a Jardín, me siento más convulsionado que en la “capital”: fiesta, exceso de música(s), caballos (aunque sin duda los más peligrosos siempre serán los jinetes). Se hace un tanto complejo apreciar la belleza del Parque, de las fachadas de las casas ante tantos digamos, “factores externos”. Cuán deseado y necesario es el turismo, y cuán perverso es si su manejo no se hace en el marco de una clara política que convoque a todos, con límites manifiestos y una estrategia definida.

Tras golpear en casi todas las puertas consigo por fin una pequeña habitación en amarillo mostaza para pasar la noche. 1, 2, 7, 18, sí, 18 objetos religiosos en una habitación de 2x2 mt2. Primer reto resuelto: ya tengo dónde dormir, así que ahora es momento de emprender el reto que más me tienta: probar las especialidades de la zona.

Primero doy un vistazo al parque central. Está deliciosa la aromática endulzada con panela y unas gotas de limón que me cuesta $500 en un establecimiento justo al costado de la Iglesia. Aquí sentado en una de los coloridos taburetes, puedo observar cada transeúnte e imaginar cada historia.

El apetito es grande y todos me sugieren ir en la noche a comer a Zodiaco. 2 minutos de caminata y ya estoy en mi mesa. “Lo que pida es a $11.000”. Me entregan un pequeño menú plastificado a la manera de dos cédulas de las viejas. Es hermoso el calado de madera en la pared, así como la vitrola antigua.

Comienzo por una bandeja de trucha demasiado frita. No puedo irme insatisfecho del lugar así que ordeno un segundo plato: está claro que prefiero el pecado capital de la gula que la frustración. Ordeno una bandeja de lengua en salsa de vino: una delicia de carne, la cual acompaño de una Colombiana, la nuestra (como corresponde en la situación) y remato con una buena tasa de mazamorra caliente con un bocadillo tan dulce y rojo como los labios de aquella mujer que me enloquece.

Por sólo $19.000 disfruté de una copiosa cena y de una dosis de la clara amabilidad de los locales. Estoy listo hasta para montarme en la chiva descapotable que recorre, sin cesar, el pueblo.

Es domingo y la ruta es clara: voy hasta el kilómetro 3 rumbo al restaurante Avalon, en dirección a la llamada Truchera. Sembrados de tomate, café y plátano acompañan mi camino a cada costado, además de los gulungos y los toches.

11 a.m. haré una versión de brunch que incluye comenzar con patacones de entrada con queso fresco y un hogao suculento, unos cuentos sorbos de jugo de tomate de árbol y, de fuerte, una trucha fresquísimo, al ajillo.

Antes de tomar la carretera de regreso hago la parada obligada en Los Dulces de Jardín, ubicados en la13ava con 5ta, cerca al Estadio. Esta casa ha sido el epicentro del éxito que consolidó Doña Mariela Arango Jaramillo. Un batallón vestido de impecable blanco atiende a otro batallón ansioso por probarlo todo: arequipes de lo imaginable e inimaginable, chocolates, frutas en almíbar, bocadillos y mermeladas. Lo pruebo todo, lo llevo todo.

Dejo a Jardín, aún está silencioso. Pronto saldremos todos los turistas, la plaga que todo lo arrasa y el pueblo retomará hasta el próximo fin de semana, su mejor cara: la de la vida cotidiana en una tierra verde y de gente acogedora.