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martes, 21 de agosto de 2012

Pacific way


Por: Dionisio Pimiento (@dpimiento/twitter) para Paladares de El Colombiano

Me he pasado el día con esta delegación de extranjeros contándoles mi “versión de los hechos” sobre Colombia. Empiezo diciéndoles que como en los 80s de nuevo la economía va bien pero el País va mal, tan polarizado y corriendo hacia peligrosos extremos.  Su gran interés es saber más de esa franja sobre el Pacífico: yo les hablo de su gente fuerte y de sonrisas generosas, de la pluviosidad y biodiversidad de la zona, de las ballenas que vienen a tener allí sus crías y me quedo sin adjetivos contándoles de sus paisajes maravillosos, los mismos que albergan la más honda e inexplicable pobreza.

Decido brindarles una noche lo más cercana posible al Pacifico y alguien susurra a mi oído que el lugar es Montmar. Una llamada, un taxi y ya estamos en esta esquinita de El Poblado que evidencia la belleza de lo pequeño.

Montmar está casi siempre lleno, seguramente fruto del mix de precios razonables, buen servicio y gran calidad en sus pescados traídos directamente desde el Pacífico colombiano. Tras instalarse en Medellín han emprendido también el reto de conquistar al comensal bogotano, y lo van logrando con una cava bien surtida y con la posibilidad de descubrir pescados y preparaciones sorprendentes.

Se hablan todos los idiomas en mi mesa mientras se bebe mucha cerveza Apóstol (aquella que conocimos como San Tomás enfrentándose valientemente al establishment y que me hace pensar en la guerra del pasado de la cerveza “todopoderosa” contra la Chicha indígena).

Un Atún Tataki abre la noche: el mejor de los mejores sin duda, seguido por una bandeja colmada de arepitas de huevo de codorniz. Vendrán ahora nuevos atunes: reducido en soya, en ensalada, en paté, cortado grueso y sellado, o en salsa de jengibre. Es el turno también del pargo rojo y del lenguado con salsa de Dijon o de champagne, o de ese pescado blanco, suave y suculento en salsa de “camarones de coco”. Sin importar lo que se elija los acompañantes estarán a la altura: rollitos de arroz y una ensalada sencillamente ganadora con lechuga, tomate en cuadros y lajitas de zanahoria. Con cada bocado pienso en aquel jovencito que llevaba el restaurante en los inicios de la mano de un empresario japonés que al medio día salía de su oficina a tomar el delantal y a ponerse al frente de la cocina. ¿Qué será de ellos y de sus sueños ahora?

Los postres pueden obviarse. El café Illy y la aromática de canela se convierten en los cómplices de la última conversación con este grupo de extranjeros que quizás jamás volveré a ver: de su boca sale un ¡wow! Esperaban tan poco de Colombia gracias a una mala imagen internacional que se resiste a abandonarnos. Confirman que perciben un singular dinamismo y unas ganas enormes de que las cosas pasen. Yo mientras los oigo me pregunto si acaso no estamos corriendo el riesgo de perder una oportunidad de oro en medio de un debate político de extremos muy poco constructivo y que, por ejemplo,  no mejora en nada la calidad de vida de los colombianos asentados en esa potente y dolida franja Pacífica.