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miércoles, 9 de mayo de 2012

La experiencia gastronómica caleña


Por: Dionisio Pimiento (dpimiento.blogspot.com) para la revista Volar de Satena

Alguna mañana gélida de invierno tuve la ocasión de visitar en Forlimpopoli, un pueblecito cerca de Bolonia (Italia), el Centro Cultural Casa Artusi, un espacio en honor a un mercader que escribiría uno de los recetarios icónicos de la cocina italiana y que contribuiría al proceso socio-cultural de la unificación tan reciente de este País. La Directora de esta Casa no se cansó de hacer evidente la importancia de este espacio y por ende de este comerciante para la Región y su “marketing territorial”. De hecho, si se analizan las recetas del Pellegrino Artusi se hará más que evidente un ejercicio identitario y contra-identitario a través de los platos.

Mientras estos recuerdos llegan a mí y a punto de “poner pies en tierra” en Cali, pienso en como la globalización ha relevado la importancia del territorio en la alimentación como un claro asunto político.  Éste, el territorio, puede evocar el lugar de la producción, el de la comercialización, el del consumo y hoy, sobre todo, el de la construcción de la marca, el de la “identidad”.  Como en la Sociedad del Espectáculo que los Filósofos del 68 han descrito, el objetivo es y sin metáforas, poner sobre la mesa todos los elementos de “una cocina”. Invención que requerirá eso sí, alguna dosis de credibilidad.  Para estos territorios, la apuesta por la gastronomía busca traducirse en empleo, turismo e inversión local y extranjera. En síntesis, en la posibilidad de “existir” por primera o por última vez en la cambiante escena internacional.

Ya en Cali y desayunando en mi lugar preferido de esta ciudad, en cualquiera de las sedes de la Kuti, decido visitar los sectores de El Peñón, San Antonio, Granada y el Parque del Corazón.  La Alcaldía de la Ciudad había anunciado su apuesta por convertirse en el segundo destino gastronómico del País (y, ¿cuál será el primero?) y hacer de estos barrios el eje indiscutible de este proyecto.

Entre calles empedradas y grandes casonas se sienten los fogones que expresan aromas y sabores propios de la cocina típica valluna, pero también de otras regiones de Colombia y del mundo. Mientras voy caminando, explorando, oliendo y sintiendo, entiendo la urgencia para Cali, sus autoridades y la comunidad, de encontrar nuevos referentes con que asociar tan hermosa y poderosa Región, marginándose de las metáforas dolorosas de los últimos años (lo que no implica negar las realidades sino abordarlas para transformarlas). 

Yo quiero que todos hablemos también, de la Cali del champús, de los pandebonos, los pandeyucas y las marranitas, y no solamente de la Cali de la que se van las multinacionales, o del narcotráfico que sigue latiendo no sólo aquí sino en el planeta entero, o la de los perversos gobiernos o la de las portadas en revistas internacionales con claros mensajes racistas.

A mí la Cali que me gusta, la que amo, es la de la salsa, de los valles infinitos, de las sonrisas contagiosas, de los árboles que hacen sombra, del Museo La Tertulia y Lugar a Dudas –espacio cultural del maravilloso artista Óscar Muñoz junto a Sally Mizrachi-, del paseo del Río y de la fabulosa cocina de sitios como Bahareque, El Zaguán de San Antonio, Zahavi, Carambolo, Parque Barranco y sobre todo de Platillos Voladores y El Teatro Mágico del Sabor.

Y es que estos últimos lugares, representan la capacidad de fusión y el encuentro de colores, sabores y momentos sencillamente inolvidables; lugares para la pasión y la magia, para la trova y la charla espontánea, para la creatividad y claro, para la cocina de Cali, de la que llevo en el corazón porque, sin duda, a todos “El Valle nos toca”.