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lunes, 7 de diciembre de 2009

PASTA, PIZZA Y VINO: Crispino y Valenti

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PASTA, PIZZA Y VINO
Crispino y Valenti
Por: Dionisio Pimiento

Colombia a diferencia del vecindario no fue país receptor de migraciones tras alguna de las dos guerras mundiales, y eso sin duda ha tenido una enorme incidencia en la fragilidad de las dinámicas multiculturales que hemos vivido. Al visitar Argentina, Venezuela o Perú se percibe la incidencia de cada uno de esos ciudadanos que llegaron allí huyendo de oscuros y dolorosos momentos y buscando en estas tierras, la calidez anhelada. No sólo en los fenotipos o en la arquitectura se perciben los frutos de estos encuentros culturales, sino también en la gastronomía.

Los italianos llegaron a nuestro Continente y con ellos trajeron la pasta que crearon los chinos y que ellos popularizaron en Occidente; y se reencontraron con su amado pomodoro , el mismo que pertenece a estas tierras pero que ellos hicieron protagonista. En Caracas o Buenos Aires se siente y hasta se huele en muchas de sus calles, la influencia italiana: noches largas de vinos tintos, pastas que navegan en salsas inimaginables, mucho pero mucho queso, hierbas, antipastos y cierres inolvidables con una buena grappa en la mano.

A Colombia por el contrario, llegaron pocos pero su influjo en la gastronomía es relevante. A tierras antioqueñas llegaron por fortuna dos de esos pocos y su aporte me ha llevado a visitarles y a compartir con Ustedes este texto.

Hace cerca de 28 años un italiano de nombre Salvatore le regaló a Medellín una inolvidable pizzería italiana, y 10 años después abrió las puertas de Crispino, pizza y pasta. Aún no alcanzo a imaginar esa ciudad de los 70s un tanto tímida y bastante conservadora acogiendo una nueva propuesta distinta a los fríjoles, el arroz, la arepa, etc. Recreo imágenes sobre la primera apertura, la novedad versus las costumbres, el ímpetu de la primera vez.

Hace algunos días fui a cenar allí y sentí que lo mejor de aquel sitio es Salvatore con su cálida sonrisa y la bellísima enredadera que recorre el restaurante. Agradecía a este sitio por hacerse gestado y hacer permanecido en Laureles, mientras pensaba en aquellos años en que éste era el eje habitacional de las élites que huían del Parque Berrío, las mismas que luego también huirían hacia El Poblado y que hoy corren hacía el Oriente cercano. Y luego, ¿hacia dónde huirán?

En todo caso, 28 años después, Crispino parece congelado en el tiempo. Los precios son razonables pero la atención de los meseros de aquella noche fue más que parca y jamás olvidaré el sobresalto que sentí al ver una mantequilla de marca comercial que acompañaba los panes de la entrada. Casi muero de un infarto al miocardio con aquel esperpento, pues pensaba en la facilidad e infinidad de mantequillas saborizadas que pueden prepararse. Esto es una verdadera lástima.

Probé varias pastas y ninguna estaba al dente. La pasta putanesca era demasiado copiosa; por el contrario la pasta corta con salmón era muy poca y la mastichiata no logró convencerme.

A Crispino hay que valorarlo por lo que fue y agradecerle siempre por haber sido pionero.

Mi recorrido continuó hacia el sur-oriente del Valle de Aburrá llevándome a un nuevo mall (de los muchísimos agringados que tenemos en esta ciudad: falsa ilusión de Miami) en la zona de San Lucas. Decidí ir a conocer el nuevo restaurante de Ricardo Valenti, un paisa-italiano que ha logrado enamorarnos con su primera propuesta ubicada en Envigado.

Valenti, pizza y vino es el resultado de la búsqueda de un concepto franquiciable, en el que la excelente pizza me hizo olvidar la perversa música de aquella tarde.

Siempre he pensado que lo pequeño es bello, y este sitiecito en tamaño, es grande en sabores. Indispensable probar cualquiera de sus pizzas: la de vegetales o la de quesos y embutidos italianos, son mis preferidas. Son maravillosos los antipastos (les invito a probar aquel con quesos maduros y frutos rojos; o la jaiba gratinada con salmón ahumado; o el mixto italiano). Son maravillosos los paninis de salmón y la mozzarella de bufala con parmesano y arrúgala; o aquellos que contienen prosciutto, tomates secos, salame, berenjenas y aceitunas negras.

Por fortuna la comida es de ensoñación, pues fue la única manera de olvidar la música de fiesta de quince (de “garage”) que sonó en este pequeñísimo lugar. Es una lástima igualmente que sólo pueda pagarse en efectivo en tiempos en los que el dinero plástico es el más cómodo y común. Igual valdría la pena revisar que el restaurante no tenga baño propio, así que mejor “resista” pues de ser necesario tendría que recorrer la totalidad del mall que en tales circunstancias se ve más large que nunca.

En todo caso, insisto… basta probar la pizza para transportarse… todo cambia, hasta la música suena distinto, o mejor deja de sonar (por lo menos de retumbar al interior de mi cerebro). El grosor adecuado y un sabor único. Uno hasta olvida que está en un mall y por un instante se siente en alguna esquinita italiana.

Para una próxima vez romperé el “marranito” para que no me falte el efectivo, llevaré mi propia música y mis audífonos, y haré una contundente visita al baño antes de salir de casa.

Ya voy de salida, llevo en mi mano un puñado de las tradicionales mentas de $50 que le dan a uno en todos los restaurantes, las cuáles hasta se llaman Chao (el “culmen de la originalidad”). Pienso en la infinidad de ideas que asegurarían remates de locura en nuestros restaurantes, mientras tarareo aquel single “Marcelino, pizza y vinooooooooo”. Grazie tanti Salvatore, grazie mille Ricardo.

Dionisio

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